Claro que cualquier tiempo pasado fue mejor. Claro que en los ochenta la Navidad era maravillosa: el 6 de enero llegaban los Reyes Magos cargadísimos a mi casa y a la de mis abuelas. La tarde del día 5 los había recibido en la zona vip de la calle de Alcalá, aquellas cabalgatas eran pura magia. Antes de eso, alguna vez, en Nochebuena, Papá Noel había dejado un detallito en casa de una de mis abuelas. Recuerdo el año que llamó al timbre mientras cenábamos, tardé tanto en abrir que ya se había ido cuando lo hice. ¡¿Y aquel año que nos grabamos en un casete tomando las uvas?! ¡Qué risas! Pero lo primero de todo había sido ir a la Plaza Mayor a comprar una figurita para el belén, cada año una más para ampliar el belén más bonito del mundo, el de mis padres. No conocía a nadie con un nacimiento mejor. El pistoletazo de salida de las fiestas sonaba a 125 miiiillll pesetas y a “Cortylandia, Cortylandia vamos todos a cantar. / Alegría en estas fiestas porque ya es Navidad”. Eran casi tres semanas de vacaciones en las que veías a toda tu familia muchas veces, comías y cenabas muy rico, y podías acostarte muy tarde. A veces, hasta nevaba.
